18 de marzo de 2008

Gubaidulina: Las 7 palabras de Jesús en la Cruz






Seguimos en Semana Santa y seguimos con una obra: "Las 7 palabras". Pero ahora avanzamos hacia el siglo XX y nos encontramos con una compositora rusa: Sofía Gubaidulina.

Compositora rusa nacida en Chistopol en 1931. De padre tártaro y madre rusa, inició sus estudios musicales en el Conservatorio de Kazan, especializándose en composición en el Conservatorio de Moscú. En 1975 fundó junto a Victor Suslin y Vyacheslav Artyomov, la Ensemble Astreia, grupo musical especializado, entre otras cosas, en coleccionar instrumentos rituales. Experimentando con estos instrumentos, llega a alcanzar respuestas sónicas hasta entonces desconocidas, en una creatividad que saca el máximo provecho de todos los medios a su alcance, desde lo tradicional hasta lo más vanguardista. Su fama como compositora creció de modo espectacular desde que en 1985 obtuvo el permiso para viajar a occidente. Su labor en el campo de la composición se caracteriza por la exploración táctil y la improvisación basada en los elementos folklóricos propios de las culturas caucásica, rusa y asiática. En 1992 se estableció definitivamente en la ciudad de Hamburgo. Es miembro, entre otras asociaciones, de la Academia de las Artes de Berlín y de la Freie Akademie der Kunste de Hamburgo 
(de El poder de la palabra)

Otros compositores luchan en pos de la claridad formal, o de la recreación de una vivencia poética; Gubaidulina demanda un mensaje significativo. Cualquier elemento musical es bueno para ser utlizado como símbolo en su discurso. La compositora presenta una concepción dialéctica de la música y sus símbolos. Gubaidulina, desde una religiosidad algo difusa, teñida de evidentes signos de misticismo, pretende contribuir con su música a la renovación espiritual de una humanidad decadente.
Su música se caracteriza por fuertes dosis de fantasía, novedosa y personal tímbrica, libertad y flexibilidad armónicas, exploración continua del juego de contrastes, admirable variedad de recursos y técnicas compositivas y preeminencia del porte melódico.
Para Gubaidulina, la música es un manantial inagotable de comunicatividad simbólica, un lenguaje directo y poderoso con el que revitalizar la exhausta espiritualidad humana.



Las siete palabras de Jesús en la cruz, para chelo, acordeón, bayan y cuerdas 1982

Composición de afinadísima escritura en la que su carácter quasi biológico e interiorista campea sobre la tarea descriptiva, también presente. Violonchelo y bayán se encargan de la emisión de las siete frases de Cristo en la Cruz, en estas ‘‘Siete Palabras’’ en las que la genial alumna de Dmitri Shostakovich obliga a unos dúos alternativos donde las difíciles combinaciones rítmicas conducen más a un realismo expresivo que al mero virtuosismo (sin que esta condición sea esquivable, tampoco, para tal objetivo). La escritura del bayán alterna los pasajes más intimistas y delicados con otros broncos, de estudiada rudeza, como son los ascensos y descensos en clusters, por ejemplo. Todo ello combina con un lenguaje del violonchelo en el que se activan los recursos más expresivos del instrumento (hacen recordar, en cierto modo, al Concierto para Viola, de la misma autora), al que se obliga a pasajes tan difíciles como efectistas, como puede ser el final de la última Palabra, donde al discurso en tenue línea melismática se le imponen, a la vez, unos pizzicatos que señalan la expiración de Cristo, mientras el bayán afloja el fuelle mostrando los últimos respiros.

No hay un texto que se recite durante su curso, de algo más de treinta minutos, pero sí una vivencia musical al texto de las últimas palabras pronunciadas por un Cristo crucificado y casi sin palabras. Y está a cargo de un pequeño grupo de cuerdas, un cello y un acordeón. Ya Roberto Gerhard reclamaba igualdad de derechos para este último instrumento, en su Noneto. Y aunque, desde luego, el acordeón esté enraizado al folclore ruso y caucásico, que interesó a Gubaidulina durante su largo periodo de formación, su presencia en nada facilita la recepción de una obra que en su primer encuentro con el oyente parece protegida por un cierre hermético. Sólo las sucesivas escuchas (a ser posible en completo silencio y a oscuras), van haciendo caer uno a uno los velos que vetaban su expresión, y la pieza acaba revelándose como poseedora de una rica y nutritiva savia.

Cabe hablar en ella de un crescendo, asociado a la inversa a la agonía de Jesús. Hay una impresionante lamentación, de más de ocho minutos (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?), que contiene incontables momentos de espanto, y es más definitoria de la soledad de Cristo que toda la violencia que Hollywood ha hecho arreciar sobre el personaje en la última propuesta fílmica del padre Gibson. En el Consummatum est sentimos como el velo del templo está a punto de rajarse de una a otra parte, lo cual nos es confiado por medio de una violencia inusitada que tiembla y que retumba. Después, con las últimas notas, sólo quedan las tinieblas, que se han ido adensando. Y cuando cae el último gran velo nos sentimos casi aliviados.

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